Ana
Alejandre
Cuando
se estrelló el Airbus A320 de la compañía Germanwings, de vuelos
de bajo costo, en el que viajaban 150 personas incluida la tripulación, y de
los que 50 pasajeros eran españoles, todos nos estremecimos de horror ante lo
que se suponía que era una catástrofe aérea en la que habían muerto todos sus
ocupantes al estrellarse el avión en los Alpes franceses, al lado de una
pequeña localidad que tiene menos habitantes que los fallecidos en tan terrible
suceso.
El vuelo
había partido desde Barcelona el pasado martes, 24 de marzo, destino a
Dusseldorf , con un poco de retraso y la primera parte del vuelo, hasta
que abandonó el espacio aéreo español, se realizó con total normalidad. Pero la fatalidad se puso de parte del
copiloto, Andreas Lubitiz, de 27 años, y de su terrible plan cuando el
comandante tuvo que salir al servicio y dejó al mando al copiloto, quien una
vez solo cerró por dentro la puerta de acceso a la cabina e impidió que el
comandante a su regreso pudiera abrirla con la clave que sólo conoce el
personal a tal fin, a pesar de su reiterado intento, incluso utilizando un
hacha para derribar la puerta que es blindada sin conseguirlo, a pesar de sus continuas
y desesperadas llamadas al copiloto para que abriera.
Era el
momento en el que el copiloto, ya al mando del avión, pulsó el botón «Flight
Monitoring System» (Sistema de Control de Vuelo) que hace descender el avión,
lo que provocó la bajada, en sólo diez minutos, desde los 10.000 metros hasta
estrellarlo contra un talud a unos 2.800 metros de altura, a 800
kilómetros por hora, en una tranquila zona de los Alpes, quedando pulverizado su
fuselaje, personas y equipajes sobre un espacio de cuatro hectáreas de esa zona
de laderas resbaladizas e inestables y de acceso difícil. Murieron en el acto todos los
ocupantes del aparato, del que el trozo más grande que ha quedado es del tamaño
de un coche.
Al
principio, todo hacía indicar que había sido un accidente por un fallo técnico,
o bien, por alguna causa desconocida que tendrían que averiguar a través de la
escucha de las dos cajas negras en las que se encontraría la clave de tan
terrible siniestro, porque la climatología en esa zona y momento era benigna.
La sorpresa fue sobrecogedora al oír los intentos del comandante para abrir la
puerta de la cabina de mando y volver a su interior y el silencio con que el copiloto oía sus llamadas sin hacer
caso, después de haber dejado bloqueada la puerta con sólo apretar un botón
desde el panel de mandos, por lo que ni siquiera quien conoce la clave para
entrar puede accionarla desde el exterior.
Estos
datos hicieron comprender que lo que parecía un fatal accidente fortuito, era
un intento del copiloto de morir matando
a las 149 personas inocentes, pasajeros y el resto de la tripulación, que
viajaban completamente ajenos a la tragedia que se les avecinaba por la
decisión personal de quien, por su insania mental, quiso suicidarse, pero llevándose
consigo a quienes le acompañaban en tan fatídico viaje sin regreso.
La
exnovia del copiloto ha dicho que se encontraba sumido en una profunda
depresión y que se sentía "quemado" en el trabajo, porque su
aspiración era llegar a ser comandante, aunque para eso le faltaban horas de
vuelo para completar las 600 que se exige en Europa para ser comandante de un
avión comercial (en EE.UU. son 800 tanto para el comandante como para el
copiloto). Es decir, el joven copiloto no esperaba a tener las horas
necesarias de vuelo para ascender, ya
que estaba imbuido de estas ideas reinantes en la sociedad actual de "todo
aquí y ahora", en la que el esfuerzo y la constancia como únicas vías
legítimas para alcanzar los proyectos personales se han desvalorizado hasta
convertirlos en algo inútil y sin validez para quienes quieren triunfar
rápidamente, aunque le falten los conocimientos, la experiencia y la
capacitación necesaria para ello, aunque sea a costa de poner en peligro la
vida de quienes confían que están en buenas manos de profesionales
responsables.
La
prensa acaba de publicar que, según los expertos en psiquiatría consultados,
Andreas Lubitz podría padecer una "patología
mental muy oculta que las pruebas psicotécnicas no habrían detectado".
Esto es aún más estremecedor, porque entonces cabe la duda de que puede haber
otros muchos comandantes o copilotos en las diferentes líneas aéreas que
también padezcan dichas patologías mentales ocultas, con el peligro que ello
representa.
Parece ser que Lubitz ha estado durante mucho tiempo
sometido a tratamiento por sus ideas suicidas y agresivas. Con este historial
médico previo cualquier ciudadano se pregunta cómo es posible que ante esta situación
de enfermedad mental que tiene el protagonista de este terrible suceso, pueda
haber obtenido la licencia para ser piloto comercial y contratado por una
compañía aérea.
La policía descubrió en la casa donde vivía con sus
padres una baja médica que estaba rota en pedazos y que nunca llegó a poder de
la compañía Germanwings,
porque era el propio interesado el que tendría que haberla hecho llegar a sus
superiores. Eso indica que estaba ocultando los datos de su enfermedad
psiquiátrica a su empresa contratante, por la posibilidad de que le dieran de
baja por dicho motivo.
Sin
embargo, había intencionalidad en lo que ha realizado a raíz de conocerse que
también afirmaba en su círculo íntimo que iba a "cambiar el sistema",
cuando no repetía lo de que "haría algo por lo que su nombre pasaría a la historia ".
Aunque
son los expertos en psiquiatría quienes tendrían que dilucidar cuáles fueron
los motivos concretos de su siniestro proceder,
está claro que fue algo premeditado y no producto de un trastorno mental
transitorio, porque la respiración de Lubitz, que se escucha en las grabaciones
de las cajas negras, es normal y su comportamiento antes de que el comandante
saliera de la cabina de mando lo era igualmente, tal como se oye en la
grabación de la conversación mantenida con su superior en un tono completamente
calmado y con monosílabos, sin que estuviera agitado o presa de una crisis
psicótica que le hiciera perder el control. Tampoco respondía a las llamadas de
la torre de control que le advertía de la veloz bajada desde la altura de
10.000 metros en tan sólo diez minutos, lo que indica su intencionalidad de
estrellar al avión y morir en un acto homicida que ha provocado 150 víctimas
que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino con alguien que, quizás
por odiarse a sí mismo y de ahí sus tendencias suicidas y agresivas, no podría sentir empatía ni considerar semejantes al
resto de los humanos a los que "cosifica", cuando es posible que se
sintiera un extraño a sí mismo al que deseaba destruir y, por ende, esos desconocidos con quienes coincide y tiene
bajo su control también deben perecer .
No es el
primer piloto que se suicida estrellando el avión y matando a centenares de
personas. Ni será el último, por desgracia. Sin embargo, todo esto tiene que
hacer cambiar los parámetros que se utiliza en la aviación comercial para
seleccionar, controlar y evaluar constantemente a quienes tienen tan gran
responsabilidad en sus manos, y poder
evitar que otras personas con la misma patología que Lubitz puedan decidir
cuándo, cómo y dónde poner fin a sus vidas, pero llevándose consigo a otras
muchas que viajan confiados en la pericia y el sentido de la responsabilidad de
quienes se convierten en sus verdugos.
Ahora se
intentará meter el lavabo dentro de la
cabina para que haya siempre en ella dos personas responsables de los mandos
del avión, pero siempre la mente humana es capaz de saltar cualquier barrera
cuando quiere llevar a cabo su decisión que se ha convertido en una idea
obsesiva y de fatal e inexcusable cumplimiento.
El miedo
a volar se acrecienta en estos momentos en quienes ya lo padecen y se inicia en
los que nunca lo tuvieron. Estos sucesos ponen de manifiesto la fragilidad, la
vulnerabilidad y la impotencia de los seres humanos, especialmente cuando ponen
sus vidas en manos de otros que no están sanos mentalmente (o tienen fanatismos
de cualquier tipo que es otra forma de enfermedad mental), porque nos damos
cuenta todos que no son las máquinas las más peligrosas, por fallos técnicos o cuestiones
imprevisibles, sino que se vuelve a demostrar que el hombre, ese gran
depredador, es el mayor peligro para sus semejantes, al que no hay forma
de predecir, cuando su finalidad es
morir matando.